Tres rojos

El amanecer del día en el que la señorita Watling debe perder su apellido para siempre, se tiñe por momentos de un rojo encarnación abrumador.

Este domingo de 1875, la iglesia de St. Dunstan in the East luce esplendorosa. Los invitados así lo comentan mientras terminan de tomar asiento y los miembros del coro realizan sus últimas entonaciones. Todo está preparado, en definitiva, para la boda del año, tal y como un famoso columnista la ha denominado en la prensa local. Para la señorita Watling, en cambio, tanta expectación solo supone una piedra más en el lastre que la hunde poco a poco en una profunda desesperanza.

Silencio. Su prometido, el joven caballero Woodbridge lleva quince minutos de disciplinada espera. Una diminuta gota de sudor resbala por su frente y el presentimiento de que algo va mal aparece de repente como un fantasma de Dickens.

Hace doce minutos que las campanas de las doce han retumbado en la cabeza de la señorita Watling. La sangre le golpea las sienes, doblada por las rodillas en busca de resuello. De vez en cuando mira hacia atrás, en busca de un familiar o conocido que la esté siguiendo. Nadie. Su plan de escapada ha resultado todo un éxito, por el momento. Debe darse prisa antes de que alguien se percate y dé la voz de alarma. Ahora está a dos calles de su destino. Una pequeña panadería en el distrito de Whitechapel. La señorita Watling se remanga su vestido de novia y prosigue con su alocada carrera por el centro de Londres. Giro a la izquierda, giro a la derecha, cien metros en línea recta y ya estamos ahí. Aquí. Aquí es la desolación. El rostro de la señorita Watling palidece a juego con el blanco marfil del velo. La vieja panadería Drexler está cerrada y en la puerta tan solo hay un cartel de “Se Vende”. La señorita Watling nota el peso de la eternidad sobre sus hombros y el embarrado suelo frente al número 14 de la calle Batty se convierte en el único regazo posible sobre el que descansar.

·

–¡Ah!

–¿Se encuentra bien, teniente?

–¿Qué ocurre?

–La teniente Watling parece haber tenido una pesadilla.

–¿Está bien, teniente?

–Perfectamente, tan solo ha sido un mal sueño.

–Es la tercera vez desde que llegamos.

–He dicho que estoy bien. Tan solo un poco cansada.

–Es este lugar, yo también he tenido sueños extraños.

–Sargento, ¿dónde se encuentra el biólogo?

–Ha salido hace un cuarto de hora al exterior a recoger muestras.

–Bien, prepare mi equipo. En diez minutos quiero estar fuera.

–A sus órdenes, teniente.

El suelo varía su tono de rojo en función de mil variables y por eso cada paso que da siempre parece el primero. La teniente Watling camina con paso titubeante por la superficie de Marte inmersa en sus pensamientos. A lo lejos, bajo un invernadero con forma esférica, el encargado de hacer crecer algo con vida en este erial, remueve unas cuantas piedrecillas y entierra con sumo cuidado una semilla de trigo. Repite el proceso hasta que la sombra de Watling le envuelve.

–¿Qué ha sido esta vez?

–El mismo sueño.

–Pero estás aquí, algo distinto ha tenido que pasar.

–La chica vuelve a su casa, descuelga un telón rojo de la habitación y…

–Se ahorca con él. Rojo escarlata. Eso ya lo sabíamos.

–El hombre al que ama se ha marchado.

–¿A dónde?

–No lo sé.

El biólogo entierra la última semilla y, con mucho cuidado, se incorpora para estar a la altura de la teniente Watling.

–¿Por qué me lo cuentas a mí? Darcy es el psicólogo. Él te podrá aconsejar mejor.

–No puedo. Bastante inquietud estoy generando ya en la expedición con mis sobresaltos. Además hay otra cosa.

–¿Qué?

–Él. Su nombre…

–Lo sé. Yo también lo he soñado.

·

Un suspiro de alivio recorre su cuerpo al quitarse los zapatos en la misma alfombra roja por la que transitó hace dos horas y media. La gala ha concluido finalmente y el último tramo hasta el taxi lo recorre descalza. De camino a casa echa un vistazo al móvil. Unas cuantas llamadas perdidas, múltiples whatsapps y cientos de notificaciones en su cuenta de Twitter. Mientras espera a que baje el ascensor que la llevará a su hogar se fija en una de esas menciones. Alguien ha escrito un relato breve llamado Tres Rojos y le ha etiquetado en él. Eso le molesta un poco, aunque la curiosidad puede con ella y comienza a leer.

–Está claro, ¿no? El biólogo es el panadero.

–Ya…

–¿Qué pasa?

–Nada, es extraño.

–¿El qué?

–Pues que hoy he soñado con Marte.

–No… ¿En serio?

–En serio.

–¿Y qué pasaba?

–Que me cantabas y nacían árboles frutales.

–En Marte.

–Y hacíamos el amor.

–¿Y teníamos pequeños marcianos?

–Sólo un par más.

–Cierra el twitter, anda.

–Lo cierro.