Ayer, un avión con ciento setenta y tres personas a bordo se estrelló contra el suelo de un pequeño pueblo holandés. No hay supervivientes.
En la prensa de hoy comienzan a salir los primeros nombres de los fallecidos, también sus fotos. Siempre que hay una catástrofe me gusta mirar este tipo de cosas, poner caras a los muertos, imaginar el avión en el último segundo con ellos dentro. No sé si seré el único, supongo que no.
A veces busco sus nombres en Facebook, Twitter o Instagram. Me gusta ver sus últimos momentos, totalmente ajenos al futuro que les esperaba. Me doy un poco de asco al hacerlo pero no puedo evitarlo. No sé porqué. Puede que sea mi forma de asimilar que da igual lo que hagas o dejes de hacer, nadie está nunca a salvo.
Hay doce españoles entre los pasajeros del avión. Ana Bastón es una de ellos. Era. Busco su perfil en Instagram. La última foto es de hace dos días. Su hija de un año y medio duerme junto a su marido. Título: Siesta en familia. Filtro usado: Earlybird. Dieciocho “Me Gusta”. Alguien ha comentado hace unos minutos que siempre estará en su corazón. No sé si creerlo. Miro rápido el resto de fotos. Parezco un detective en busca de pistas. ¿Pistas de qué? ¿Por qué sigo haciendo esto? En realidad lo sé pero no quiero reconocerlo.
En otra foto del verano sale ella sola en la playa. Sonríe. Es guapa. Era. Parece que si el que muere es joven y guapo nos da más pena. Como si fueran mejores personas que los feos. ¿Será cosa del cine de Hollywood? No lo sé. Una canción en la televisión del salón suena bien. Conecto el Shazam para saber de quién es. No me da tiempo, seis minutos de publicidad, en seguida volvemos.
Estaba viendo un partido de fútbol en el estadio con mi padre. Últimamente vamos mucho. Dice que tengo que aprender a trabajar en equipo. Su equipo es el último de la clasificación. Para mí que no saben jugar en equipo. Mi padre está actuando como un psicólogo porque el de verdad, el que tiene trece títulos colgados en la pared de la consulta, es demasiado caro. Mi padre ve tutoriales en youtube de psicología y luego me los explica mientras en la televisión dos personas completamente desnudas y depiladas pasean por la playa en silencio.
Hoy vamos a aprender a usar el lazo magnético en Photoshop.
Hoy vamos a aprender a hacer macarrones al estilo americano.
Hoy vamos a aprender la teoría cognitivo conductual para hijos problemáticos.
En el avión estrellado de ayer viajaban ciento setenta y tres personas. Entre los muertos había seis niños y dos bebés. En todos lados repiten lo mismo, una y otra vez. Una y otra vez. Nadie puede pensar en nada más. Yo pienso que los niños no tienen cuenta de Instagram.
Otro nombre. Aritz Cobo. Cuarenta y cinco años. Rapado. Hombre de negocios vasco. Vivía a setenta kilómetros de mi casa. Busco su perfil en Facebook. No tiene, pero sí Linkedin, Twitter e Instagram. En Instagram posa con una chica joven. ¿Su novia? Leo los comentarios. “Adiós papá. Siempre te recordaré. Te quiero”. Era un padre moderno, de esos que se bajan series y acompañan a sus hijas a la cola de los conciertos. Aitana, así se llama la chica joven, su hija. Está etiquetada en la última foto que subió su padre. Entro en su perfil.
El partido de fútbol estaba siendo un tostón. El equipo de mi padre es malo a rabiar. Yo no entiendo mucho de fútbol pero intentar dar tres pases seguidos sería un buen comienzo. En cualquier caso conseguían ir empate a cero. Era el minuto 89 y el equipo de mi padre contraatacaba.
– Mira, mira qué rapidez – dijo excitado mi padre – Ese se llama Leitner, es alemán. Es un extremo muy explosivo.
Leitner corría por la banda derecha dejando atrás a dos contrincantes. La gente en la grada se puso de pie. Un chaval poco mayor que yo gritó “linier hijo de puta” sin venir a cuento. Leitner llegó a la línea de fondo. Un defensa se interpuso en su camino, intentó regatearle, el balón salió fuera, córner. La gente aulló como lobos hambrientos el primer día de primavera. Parecían retrasados. Yo pensé apesadumbrado que esa gente tiene mis mismos derechos.
En la televisión siguen con lo mismo. No hay informaciones nuevas, todavía no han encontrado las cajas negras, así que ahora toca desgranar las biografías de todos los fallecidos. Pasan sus fotografías una y otra vez. Una y otra vez. Las memorizo. Les asigno asientos dentro del avión. Quizás Aritz iba sentado al lado de Ana Bastón. Quizás hablaron entre ellos.
“Niños, que no te pase nada. La mía empieza el año que viene la universidad ”
“¿En serio? Pues se te ve joven.”
“Es el aire del norte”
Risas.
O puede que Ana fuera al lado del nadador holandés, un rubio de uno noventa, mandíbula ancha y récord nacional de 100 metros braza en piscina corta. El directivo de Coca Cola francés, moreno y de nariz rota, iría al lado de la madre de tres hijos alemana, que volvía del funeral de su hermana. Todo es jodidamente triste y macabro pero no puedo dejar de mirar. Necesito saber sobre sus vidas. Necesito encontrar una conexión.
La hija de Aritz, Aitana, es un poco más joven que yo, tendrá diecisiete o dieciocho años. En su última foto posa con el Guggenheim a su espalda. Una amiga llamada Lucía ha comentado que lo siente mucho, que siempre estará ahí para lo que necesite. La gente usa la palabra “siempre” con demasiada facilidad. Aitana es guapa. Una gran melena rizosa, morena, ojos oscuros, brillantes. Sigo revisando su perfil. Hace un mes publicó una foto perturbadora pero bonita. Un charco sucio de agua y un avión reflejado en él. El texto que acompaña la foto eriza mi piel. Es lo que andaba buscando.
Todo el equipo subió a rematar. Mi padre se levantó excitado. Me dijo que seguro que en esa ocasión metían gol, un gol de estrategia, un gol de equipo. Leitner levantó el brazo derecho. Ahí está la señal, exclamó mi padre. Leitner bajó el brazo, miró al balón, dio los dos pasos que le separaban de él.
Y…
Y…
Y, a continuación, el caos. Una bola de tierra y humo cubrió toda la zona provocada por una terrible deflagración. Los oídos me pitaban por el estruendo. Poco a poco la nube empezó a disiparse, parte del terreno de juego ya era visible. Jugadores y árbitros permanecían tirados en el suelo, con las manos tapándose las cabezas. Otros se retorcían de dolor. El lugar donde pocos segundos antes se encontraba el triángulo del córner, el banderín, el balón y el explosivo extremo alemán Leitner se había convertido en un cráter inmenso de tres metros de profundidad y seis de diámetro. Miré a mi padre pero ya no estaba a mi lado.
“Hoy he tenido un sueño terrible, creo que algo malo va a pasar”. Aitana tituló así la foto del avión reflejado en el charco. Treinta y seis “Me Gusta”. Filtro usado: Rise. Ningún comentario.
No me ha sido difícil encontrar su casa. Por las fotos de Facebook e Instagram he podido hacerme una idea de la zona. Luego he buscado en Google Maps para saber la calle concreta. Es una zona residencial, dúplex de dos plantas. He buscado el apellido en las Páginas Blancas y un tren de cercanías, un autobús interprovincial, un autobús urbano y cinco minutos andando después me encuentro frente a la casa de Aitana Cobo. Esto ha sido lo fácil, ahora viene lo complicado.
El fiscal que investigó la explosión en el estadio del equipo de fútbol de mi padre, concluyó, ayudado por la fabulosa labor de la policía científica, que la terrible detonación se produjo a causa de un obús dormido de la época de la Guerra Civil. Se sabe a ciencia cierta que esta zona fue profundamente castigada por bombardeos alemanes en el año 1937.
Mi padre fue ingresado de urgencia. Ha perdido el ojo derecho y tiene parte de la cara desfigurada. Permanece en estado de coma.
– ¿Sabes lo más curioso de todo? El jefe de escuadrón que ordenó bombardear se llamaba Hans Leitner. Es verdad, lo he buscado.
– ¿Y qué quiere decir eso?
– Hans Leitner es el bisabuelo de Marco Leitner, el extremo que saca el córner. Hans mataría a su bisnieto ochenta años después.
– ¿Por qué me cuentas todo esto?
Aitana me mira con ojos agotados de llorar y del insomnio acumulado. Debe pensar que todo esto es un sueño, que después de tres días su cuerpo se ha rendido y por fin ha conseguido dormir. Y ahora está teniendo un sueño absurdo en el que un chico al que no conoce de nada está sentado en el salón de su casa explicándole algo sobre una bomba enterrada que quizás explote el próximo fin de semana, quizás no.
– Sé que tú soñaste algo – le digo – Algo malo. Hace un mes. Puede que relacionado con el accidente de avión y me gustaría que me lo contaras.
Le enseño la foto del avión en el charco, su foto. Ni siquiera hace ademán de mirarla.
– Eso ya lo sé – me dice Aitana – Me lo contaste antes de empezar la historia. Lo que quiero saber es por qué crees en eso. ¿Por qué estás aquí ahora, delante de mí?
Aquella mañana de julio me desperté a las once y media. La noche anterior me había quedado hasta tarde viendo capítulos de Breaking Bad. Desayuné colacao con cereales con la televisión puesta en silencio. Mi padre estaba trabajando en la oficina y no volvería hasta tarde. Recuerdo que hacía un día buenísimo, cielo azul, ni una sola nube. Subí a mi habitación y hablé por Skype con mi amigo Andrés. Decidimos ir a la playa en bici por el viejo camino de las tuberías. Me preparé un bocadillo de atún y jamón york. Revisé la presión de las ruedas y llené la ponchera con Aquarius. Andrés me pasó a buscar a la una y media. Durante el trayecto hablamos de las fiestas del día siguiente, de la orquesta que iba a venir al pueblo, de la vecina de Andrés, Rosa, que le tenía loco y ella lo sabía y por eso pasaba más de él. Sobre las dos y cuarto llegamos a la playa y lo primero que hicimos fue darnos un baño. El agua todavía estaba fría pero una vez dentro se estaba genial. Yo aproveché para mear en el mar. Es una sensación rara, como hacerlo en una nave espacial, supongo, nunca he estado en una. Después nos tumbamos en las toallas pequeñas que llevábamos en la mochila y dejamos que el sol nos secara. Un hambre terrible apareció a las tres de la tarde. Nos comimos nuestros bocadillos en un santiamén y de postre compramos unos helados en el chiringuito que está al lado de la playa. Nos volvimos a tumbar y yo me quedé dormido durante diez, quince minutos. Andrés me despertó de un pelotazo en las piernas. Le perseguí por la playa y le hice comerse un poco de arena. Luego estuvimos pasándonos el balón un rato pero me cansé en seguida porque no soy muy bueno jugando al fútbol. Nos dimos otro baño y el sol volvió a secarnos la humedad mientras jugábamos al chinchón con las cartas de mi abuelo. Dos chicas mayores que nosotros llegaron a la playa y se tumbaron a unos metros. Nos quedamos embobados mirándolas, estaban buenas en bikini. Ellas ni se enteraron de nuestra presencia. A las seis más o menos recogimos todo y volvimos por el mismo camino. Primero fuimos a mi casa. Me duché y me cambié de ropa. Merendé un poco de chocolate y una bolsa de Bocabits. Luego acompañé a Andrés a su casa. Él iba en bici y yo andando a su lado. Andrés intentaba ir a mi velocidad y mantener el equilibrio se convirtió en una prueba de habilidad para él. Un juego. Yo permanecía en silencio. Pensaba en las chicas de la playa. A veces miraba a Andrés y me reía cuando tenía que poner un pie en el suelo o cuando una vieja se cruzaba en nuestro camino y le decía que la acera no era sitio para las bicis. Llegamos a la casa a las siete y media. Andrés se fue a la ducha, yo me quedé en su habitación fisgando sus libros de aeromodelismo y sus videojuegos. La madre apareció un momento por la habitación. Me saludó y me preguntó que qué tal estaban mis padres. Le contesté que bien. Me alegro, respondió ella. Luego dijo que se tenía que ir al Carrefour a comprar algo. Cuando se marchó pensé que la madre de Andrés estaba buena. Recordé un video porno que había visto hace unos meses en el que la madre de un amigo se liaba con el protagonista. Era gracioso y me puso bastante cachondo aunque la actriz no se parecía en nada a la madre de Andrés. Puse música en el iPod que estaba sobre la base con altavoces. Empezó a sonar “Bliss” de Muse. En la parte final de la canción hice un poco de airguitar. No tengo ni idea de tocar la guitarra pero me gustaría aprender un día. Andrés salió del baño y se cambió en la habitación. No tiene un solo pelo en todo el cuerpo y le vacilé llamándole Ken. Empezó a echarse desodorante en spray y la habitación se llenó de pequeñas gotas en suspensión, me recordó a una avioneta fumigando un campo de maíz. Cuando acabó me preguntó que si quería echar un Fifa antes de ir a las pistas. Miré el reloj del iPod, seran las 20:24. Habíamos quedado a las 20:30. Le dije que sí, aunque no me guste mucho el fútbol. Me gusta jugar con él porque se pone nervioso y maldice cuando falla una ocasión. Él era España, yo Alemania. No sé por qué. Me dejé llevar. Miré otra vez el reloj. Eran las 20:41. España ganaba 5-0 a Alemania. No estaba concentrado, volvía a pensar en las chicas de la playa y en la madre de Andrés. Terminó el partido. Ahora sonaba Panic Station de Muse. Andrés bailó de forma estúpida antes de apagar la música. Salimos de casa. Llegamos a las pistas de skate a las nueve menos cinco. Allí estaban Juan, Rober, Esther y Clara. Nos saludamos con un “ey” y en menos de un minuto ya tenía una litrona de cerveza en mi mano izquierda y un cigarrillo en la derecha. Clara me dijo que tenía el cuello rojo, yo le respondí que era de andar en bici. Esther preguntó por qué no las avisábamos para ir juntos y Andrés contestó que ellas nunca querían ir en bici y que si iban juntos nos espantarían las chicas. Esther y Clara se rieron a carcajadas. A las 22:14 ya tenía un buen punto de borrachera. Me sonó el móvil. Miré la pantalla y vi que era mi padre el que llamaba. No lo cogí. Sonó durante mucho rato pero aún así no descolgué. Clara me preguntó que quién era. Yo le dije con mala cara que mi padre. El teléfono dejó de sonar. Llamada perdida. Al minuto volvió a llamar. Clara me dijo que lo cogiera, igual se trataba de algo importante. Resoplé molesto pero finalmente le hice caso. Apreté el botón de aceptar llamada entrante. Eran las 22:15.
– Mi madre iba en el tren de Santiago que descarriló el 24 de julio. El accidente fue a las 20:41 mientras yo jugaba al Fifa con mi amigo Andrés. Mi madre murió en aquella curva y en ningún momento del día me acordé de ella ni sentí nada especial. Nada. Ni un escalofrío.
Aitana me mira con los ojos muy abiertos.
– La foto del avión en el charco la encontré en internet – dice – No la hice yo. Me gustó y la subí. No recuerdo lo que soñé la noche anterior pero seguro que no fue con un accidente de avión. Seguramente tendría que ver con los exámenes, la nota para acceder a la universidad. Aquellos días estaba muy nerviosa por eso.
Aitana baja la mirada y suspira, le he hecho sentir estúpida por recordar eso.
– Siento lo de tu madre. Y no te preocupes, no va a explotar ninguna bomba en el campo de fútbol. Tu padre estará bien.
Me siento decepcionado pero aliviado a la vez. Por un segundo pienso que estaría bien que mi padre y su madre se conocieran. No, eso es una estupidez. Me gustaría abrazarla pero no lo hago.
Solo se me ocurre decir lo siento.
Lo siento.