INVASOR (V)

V

 El primer día fue en la biblioteca de la Facultad. Ella estaba sola en una mesa del fondo, junto al ventanal que da al patio, detrás de la sección de Narrativa. Le gustaba ese sitio, apartado, escondido. Casi siempre estaba sola. Si alguien se sentaba a su lado ya no se concentraba. Cerraba los libros y se marchaba. En ese momento llegué yo y no me senté a su lado. Me senté frente a ella. Cerró los libros pero no se marchó porque habíamos quedado. Era una “entrevista de compañero de piso”.

La primera impresión me resultó extraña aunque extraña no sea la palabra que busco. Perturbadora puede estar mejor, pero en el sentido bueno, si es que lo tiene. Recuerdo que no podía dejar de mirar sus grandes ojos brillantes ni su flequillo cortado a machete. El piercing de aro a un lado de la nariz me excitaba de forma insólita. Pensé que a simple vista debía tener las tetas pequeñas. No las tenía pequeñas. Pensé que si se levantaba podría mirarle el culo. Pero no se levantó. Creo que una parte de mí se sintió atraído por ella desde el primer momento. Y aún así en ningún momento me sentí nervioso, al contrario de lo que me ocurría con el resto de chicas. O mejor dicho, con el resto de personas. Del mundo.

Después toda esa primera impresión se desvaneció en el tiempo y en la memoria. La convivencia nos enseñó las mejores y las peores cosas de cada uno.

Sus pelos en el lavabo, mis platos sin fregar, sus increíbles tostadas del desayuno, sus programas de asesinatos, nuestras canciones de Queen estando borrachos, sus lágrimas por una ruptura, su sexo con el noruego Rolfes, mis quejas por la compra, sus escapadas de fin de semana, mi pasta de dientes sin reponer, su sexo en estéreo con Rolfes otra vez, mi negación, su ceguera, mi lamento, mis borracheras de campeonato, sus lágrimas en mi hombro, nuestro encuentro desnudos en el pasillo, nuestras risas, nuestra historia del anticuario.

El último día fue en el aeropuerto, en el hall de entrada que te encuentras nada más subir las escaleras mecánicas del metro. Para entonces yo ya no negaba nada. La mañana que me contó la historia de Blázquez ella lloró delante de mí, como tantas otras veces. Pero esta vez no era por ella, ni por un capullo que la había hecho daño. Lloraba por el viejo anticuario, lloraba por la pena verdadera, lloraba por todas las injusticias que han existido y nunca nadie me ha parecido tan humano como ella en ese momento.

No pude soportarlo más y me rendí.

Me acerqué a ella y la besé, así sin más. Instantáneo. Puro.

Y luego nada volvió a ser igual.

Son las doce y diez. Tengo la camiseta empapada. Me he tenido que alejar de la estatua de Felipe IV. La otra opción era empezar a cobrar un euro por cada fotografía tomada. Odio a los turistas. Odio ser uno de ellos. Me siento incómodo, me siento inferior.

A veces es más duro pensar en el pasado que pudo ser y no fue que en el que de verdad ocurrió. Por muy jodido que este fuera.

Miro a mi derecha.

Creo que ya viene.

Nel se sonó los mocos con fuerza, como haría un cómico en un espectáculo para niños. Intenté calmarla. La historia era triste pero no creí que fuera para tanto. Simplemente estaba agotada, el cuerpo se vuelve incomprensible cuando no descansa.

– No lo entiendes – me dijo – no pudo recuperar su caja.

– Pero y la que tiene en la tienda, ¿de quién es entonces?

Blázquez miró al interior de la tienda. Ladeó la cabeza y fumó una vez más. Una sola calada, eterna.

– En parte es la de mi madre y en parte mía – respondió. Nel, que también lloraba sentada en su trono del patio, le miró desconcertada – Aquel día, después de las carreras, Halloway regresó a su hotel. Por lo visto había ganado un buen pellizco y un ladronzuelo le siguió desde el hipódromo. Cuando llegó a la puerta de su habitación aquel hombre le pegó en la cabeza con una porra y le desvalijó. La policía encontró la caja destrozada tirada en el suelo del pasillo. El tipo había intentado arrancar el caballo creyendo que era de plata. La caja se le resistió y lo intentó a la fuerza. Al final lo consiguió sacar pero con el escándalo apareció la mujer encargada de la limpieza y salió huyendo sin el caballo. Por suerte para mí aquella mujer conocía a Teresa, había estado un par de veces en la tienda y le sonaba la caja. Se guardó el caballo en el bolsillo y a los dos días me lo devolvió. El resto de la caja la tallé poco a poco, intentando recordar cada detalle. Sé que no es igual que la original pero algo es algo.

Después de besarla tomé aire. Luego me besó ella a mí. Fuimos al cuarto y nos acostamos. Debería decir que follamos pero nunca he relacionado esa palabra con aquel momento. Tampoco hicimos el amor. Fue algo nuevo, en castellano no hay expresión clara que lo defina. Distintos tempos, mareas que suben, pies clavados en la arena, canciones de Queen.

– ¿De verdad te crees su historia? – pregunté después de dormir seis horas juntos. Su cabeza apoyada en mi pecho, mi mano jugando con su pelo – La de Blázquez, digo.

– ¿A qué te refieres?

– No sé. Lo del ladrón por ejemplo y la encargada de limpieza. Para mí que fue él el que persiguió al inglés y le pegó con la porra.

– Si le conocieras no dirías eso. Blázquez no sería capaz de hacer algo así.

-Un hombre es capaz de cualquier cosa, sobre todo si está en juego lo que más quiere.

– ¿Y de qué serías capaz tú? ¿Eh?

Nel se incorporó y me miró muy seria a los ojos. Yo no entendía su reacción. Yo no entendí nada de ese día. Nel se levantó con brusquedad. Solo llevaba las bragas puestas. Cogió la sábana que estaba hecha una bola al pie de la cama y se tapó con ella. Esa fue la última vez que vi su cuerpo desnudo.

Hay cosas que solo se entienden con el paso de los años, a fuerza de golpes y de destrozarte los dedos de los pies con la misma piedra enorme de siempre. No hay nada peor que el sentimiento de culpa y cuando alguien lo experimenta en su plenitud cualquier excusa es buena para castigarse y redimir así sus pecados.

Visité por primera y última vez la tienda de antigüedades de El Transformista justo antes de irme de Madrid. La mudanza estaba a punto de concluir. Blázquez traspasaba su negocio a Bigotitos (que resultó ser el hijo de Ramírez) y este quería convertirlo en un comercio moderno, nada de artilugios excéntricos ni polvo acumulado en los libros. Solo admitía objetos de gran valor que vendía a precios desorbitados. La tienda se fue a pique año y medio después. Luego llegaría el turno del Carrefour Express con sus melones brillantes y su frío aséptico.

Blázquez murió al poco de inaugurarse el supermercado. La marihuana que fumó hasta el último día no tenía un uso solo recreativo. Su nieto Alfonso recibió como regalo de cumpleaños la caja de música de Guillermo Tell, original o reconstruida, eso nunca lo sabremos. Ahora será él el que la disfrute mientras merienda su bocadillo de chorizo o Nocilla.

Mis gotas de sudor han desaparecido al fin. Una caña bien fría es capaz de curar casi todos los males. Nel se ha cortado el pelo al estilo garçon. Se parece un poco a Carey Mulligan pero en pelirroja y más despeinada. Ya no lleva piercing de aro en la nariz pero me sigue excitando tanto o más. Me habla de su trabajo en Madrid, de sus traducciones de Jonathan Swift. Se ha disculpado tres veces por llegar tarde, no encontró a nadie que pudiera hacerse cargo de sus dos hijos. Un niño igual de pelirrojo que ella de seis años, llamado Ryan, que corretea alrededor de la terraza y una niña de dos, Carol, que juega con un caballo de peluche sentada en su silla, en paz con el mundo.

Me dejo invadir por las anécdotas de Nel. Ella habla. Yo soy su escuchador. Prefiero no contar nada importante de mi vida, solo asiento y suelto vaguedades. Estoy tranquilo pero no me siento a gusto. Tengo ganas de coger mañana el tren y volver a mi casa.

Miro a mi alrededor y pienso que esta ciudad parece no haber tenido nunca un dueño. Solo invasores. Algunos fijos y otros temporales.

Pero invasores al fin y al cabo.

 

FIN

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