Oir hablar de Nueva York es escuchar un tópico tras otro. Y todos son ciertos. Como bien dice Enric González en su imprescindible Historias de Nueva York, «cuando en la Gran Manzana son las tres de la tarde, en Europa son las nueve de diez años antes». Y así es. Podría escribir mil páginas sobre todo lo que he vivido, sentido y devorado en esta increíble ciudad pero no le haría justicia. Ni a ella ni a lo que me da vueltas ahora mismo por la cabeza. Mis neuronas están tan revolucionadas como los taxis que atraviesan a toda velocidad la Séptima Avenida camino de Times Square. En la Séptima estaba nuestro hotel, el Pennsylvania. Edificio antiguo, con pasillos eternos embutidos en alfombras de motivos repetitivos que te hacían pensar que en el próximo giro perfectamente podías encontrarte con las niñas de «El Resplandor». Y si os dijera que así fue me tendríais que creer, porque allí todo es tan increíble que nada lo es.
Cuando salíamos a la calle lo primero que veíamos era el Madison Square Garden y cómo todas las luces del mundo iluminaban la noche de esa ciudad que realmente nunca duerme. Primer topicazo totalmente cierto. De día la locura se multiplica gracias a los turistas y el ajetreo propio de un lugar que acoge a dos millones de residentes, a los que hay que sumar otros cinco millones de seres que desembarcan cada día y se esparcen en los 20 kilómetros de largo por 4 de ancho que tiene la isla.
Datos. Hablo de datos porque son fáciles de explicar. Lo otro, lo verdaderamente importante, creo que es mejor contarlo en la mesa de un bar, con amigos, familia y pintas de Guinness. Las anécdotas, como cuando mi hermana casi echa a un pobre señor de un taxi porque tardaba demasiado en salir y creíamos que no llegábamos a tiempo a la gala, pertenecen a otro territorio. Concretamente al del contacto humano, ese mismo que exuda Nueva York por los cuatro costados. Así que me centraré en los hechos. Y las anécdotas las cambio por sonrisas y cerveza negra.
El miércoles 19 asistimos a la proyección de RETROVISOR y el resto de cortometrajes finalistas. El lugar era un íntimo y precioso teatro llamado The Producers Club, en la calle 44 con la novena, pleno Theatre District y a dos pasos de Times Square. Allí coincidí con el director y equipo artístico del cortometraje italiano «Bodypieces», que finalmente se llevaría el premio a mejor actor. En la ronda de preguntas posterior a la proyección expliqué el origen de la idea, el tipo de producción del corto y las localizaciones. Fue todo un honor pronunciar la palabra Cantabria en aquella pequeña sala del midtown neoyorquino.
El 20 era el día señalado en el calendario. La gala de entrega de premios, a la que llegamos con tiempo de sobra a pesar de los apuros para encontrar taxi, tenía lugar en el NYIT Audiorium, en el 1871 de Broadway. ¡Broadway! Hace una semana pensar en Broadway era como pensar en Marte y ahora, que ya he vuelto a casa puedo decir que sí, que Broadway sigue siendo Marte para mí, pero al menos he podido pisar su superficie durante unas horas y la experiencia ha sido única, como os diría cualquier astronauta a la vuelta.
Una de las cosas que más me ha sorprendido de Nueva York ha sido la educación y amabilidad de las personas con las que me he encontrado. Puede que haya tenido mucha suerte y me haya cruzado solo con buena gente pero aún así no me deja de llamar la atención esta curiosidad. Y el summum del buen hacer lo encontré entre los organizadores, ayudantes y voluntarios del New York City International Film Festival. Empezando por su director, Roberto Rizzo, y pasando por su ayudante, un barcelonés muy simpático afincado en la ciudad (perdón pero con todo el jaleo me fue difícil retener todos los nombres), la encantadora reportera Kimberly que me entrevistó nada más llegar , María Corina, organizadora del evento, etc, etc… Mil gracias a todos ellos por conseguir con su simpatía y gentileza hacer que todo resultara mucho más fácil.
Y llegó el momento. Solo hay una palabra que pueda definir la gala de entrega de premios: Emoción. Emoción por saber lo que iba a pasar y emoción por comprobar la emoción de los demás ganadores. Entre todos ellos destacó el director y los acompañantes de la gran triunfadora de la noche, la cubana «Pablo» de Yosmani Acosta. Locura, gritos, alegría desbordante y un profundo sentimiento de agradecimiento que contagió a todos los presentes. Por mi parte, soy incapaz de expresar lo que sentí al escuchar lenta y casi susurrante la palabra «Retrovisor». Solo pude oir los gritos de mi pareja y mi hermana antes de llevarme las manos a la cara y de que un flashazo de alegría recorriera mi cuerpo. Alegría por mi pero sobre todo alegría por toda la gente que me ha rodeado desde el comienzo y que a esas horas de la madrugada en España (algunos despiertos) tenían una oreja en la almohada y la otra en Nueva York. Un millón de gracias a todos ellos por hacerme sentir así de acompañado en la distancia. El discurso de agradecimiento en un inglés bienintencionado y simple me permitió agradecer en público a esos que acabo de nombrar. Familia, amigos, el equipo de RETROVISOR y como no a Eduardo Moisés Escribano de Mailuki Films por hacer posible que yo pudiera estar ahí y vivir ese gran momento. Como reza el lema de su empresa, con Love + Hard Working todo es posible. Me despedí con la única frase que tenía preparada por si había suerte: IF I CAN MAKE IT HERE, I´M GONNA MAKE IT ANYWHERE. Si no sabéis lo que significa preguntádselo a Frank. Él sabe de lo que hablo.
Antes de despedirme no me quiero olvidar de otro de los premiados españoles de la noche, Emilio Ruiz Barrachina, que se llevó el galardón a la mejor historia original con su película «La venta del paraíso», la cual da la casualidad que se estrena mañana, 26 de junio, en el Palacio de Festivales de Santander y que gracias a la amabilidad de Emilio por invitarme podré disfrutarla de primera mano.Amabilidad es poco decir cuando leo sus declaraciones tras ganar el premio en Nueva York, donde hace una mención muy especial a RETROVISOR. Sin duda, otra de las grandes noticias de esa maravillosa noche fue poder compartir la alegría con Emilio, al que le deseo la mejor de las suertes en su andadura.
La noche avanzó y la cena posterior en el restaurante mejicano La Iguana Club se hizo muy especial. A la mañana siguiente había que madrugar para seguir descubriendo Nueva York pero eso no nos impidió terminar un gran día de la única forma que se merecía.
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